JUVENILLA
de Miguel Cane
Capítulo I
Debía entrar en él Colegio Nacional tres meses después
de la muerte de mi padre; la tristeza del hogar, el
espectáculo constante del duelo, el llanto silencioso
de mi madre, me hicieron desear abreviar el plazo,
y yo mismo pedí ingresar tan pronto como se celebraran
los funerales.
El Colegio Nacional acababa de fundarse sobre el
antiguo Seminario, con una nueva organización de
estudios, en la que el doctor Eduardo Costa, ministro
entonces de Instrucción Pública, bajo la presidencia
dol general Mitre, había tomado una parte inteligente
y activa. Sin embargo, el establecimiento, que quedaba
bajo la dirección del doctor Aguero, se resentía
aún de las trabas de la enseñanza escoláslica, y sólo
fue más tarde, cuando M. Jacques se puso a su frente,
que alcanzó el desenvolvimiento y el espíritu liberal
que habían concebído el Congreso y el Poder Ejecutivo
Me invade en este momento el recuerdo fresco y
vivo de los primeros días pasados entre los obscuros
y helados claustros del antiguo convento. No conocía
a nadie y notaba en mis compañeros, aguerridos ya a
la vida de reclusión, el sordo antagonismo contra el
"nuevo", la observación constante de que era objeto,
y me parecía sentir fraguarse contra mi triste
individuo los mil complots que, entre nosotros, por
el suave genio de la raza, sólo se traducen en bromas más
o menos pesadas, pero que en los seculares colegios
de Oxford y de Cambridge alcanzan a brutalidades
inauditas, a vejámenes, a servidumbres y martirios.
Me habría encontrado, no obstante, muy feliz con mi
suerte si hubiera conocido entonces el Tom Jones de
Fielding. Silencioso y triste, me ocultaba en los
rincones para llorar a solas, recordando el hogar, el
cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida y
el dulce sueño de la mañana.
Durante los cinco años que pasé en esa prisión,
aun después de haber hecho allí mi nido
y haberme connaturalizado con la monotonia
de aquella vida, sólo dos puntos negros persistieron
para mí: el despertar y la comida. A las cinco en
verano, a las seis en invierno, infalible, fatal, como
la marcha de un astro, la maldita campana empezaba a
sonar. Era necesario dejar la cama, tiritando de frío
casi siempre, soñolientos, irascibles, para ir a formar
en fila en un claustro largo y glacial. Allí rezabamos
un Padrenuestro, para pasar en seguida al claustro de
los lavatorios. !Cuántas conspiraciones, cuantas tramas,
qué gasto de ingenio y fuerza hicimos para luchar
contra la falalidad, encarnada a nuestros ojos en el
portero, colgado de la Cuerda maldecida! Aquella cuerda
tenía más nudos que la que, en el gimnasio empleábamos
para trepar a pulso. La cortábamos a veces hasta la
raíz del pelo, como decíamos, junto al badajo,
encaramándonos hasta la campana con ayuda de la parra
y las rejas, a riesgo de matarnos de un golpe.
Muy a menudo la expectativa nos hacía despertar en
la mañana antes de la hora reglamentaria. De pronto
oíamos una campana de mano, áspera, estridente,
manejada con violencia por el brazo irritado del portero,
eterno "préposé" a las composturas de la cuerda. Se
vengaba entrando en todos los dormitorios y sacudiendo
su infernal instrumento en los oídos de sus enemigos
personales, entre los cuales tenía el honor de contarme.
Atrasar el reloj era inútil, por dos razones
tristemente conocidas: la primera, la proximidad del
Cabildo, que escapaba a nuestra influencia; la segunda,
el tachómetro de plata del portero que, bien remontado,
velaba fielmente bajo su almohada. Algunas noches de
invierno la desesperación nos volvía feroces y el
ilustre cerbero amanecía no sólo maniatado, sino un
tanto rojiza la faz a causa de la dificultad para
respirar a través de un aparato rigurosamente aplicado
sobre su boca y cuya construcción, bajo el nombre
de "pera de angustia", nos había enseñado Alejandro
Dumas en sus Veinte años después, al narrar la
evasión del duque de Beaufort del castillo de Vincennes.
Todo era efímero, todo inútil, hasta que estuve a punto
de inmortalizarme descubriendo un aparato sencillo,
pero cuyo éxito, si bien pasajero, respondió a mis
esperanzas. En una escapada vi una carreta de bueyes
que entraba en el mercado; debajo del eje colgaba un
cuero, como una bolsa ahuecada, amarrado de las cuatro
puntas; dentro dormía un niño. Fue para mí un rayo de
luz, la manzana de Newton, la lampara de Galileo, la
marmita de Papín, la rana de Volta, la tabla de
Rosette de Champollión, la hoja enroscada de Calimaco.
El problema estaba resuelto; esa misma noche tomé el más
fuerte de mis cobertores, una de esas pesadas cobijas
tucumanas que sofocan sin abrigar, la amarré debajo de
mi cama, de las cuatro puntas, y cubriendo el artificio
con los anchos pliegues de mi colcha esperé la mañana.
Así que sonó la campana me sumergí en la profundidad,
y allí, acurrucado, inmóvil e incómodo, desafié impunemente
la visita del celador, que viendo mi lecho vacío, siguió
adelante. Me preguntaréis quizá que beneficio positivo
reportaba, puesto que, de todas maneras, tenía que
despertarme. Respondo con lástima que el que tal
pregunta hiciera ignoraría estos dos supremos placeres
de todos los tiempos y todas las edades: el amodorramiento
matinal y la contravención.
Mi invención cundió rápidamente, y al quinto día,
al primer toque, las camas quedaron todas vacías. El
celador entró: vió el cuadro, quedó inmóvil, llevó
un dedo a la sien y después de cinco minutos de grave
meditación se dirlgió a una cama, alzó la colcha y
sonrió con ferocidad.
!Era la mía!
Capítulo II
El segundo obstáculo insuperable fue la comida,
invariable, igual, constante. En los primeros tiempos,
apenas entrábamos en el refectorio un alumno trepaba
a una especie de púlpito, y así que atacábamos la
sopa comenzaba con voz gangosa a leernos una vida
de santo o una biografía de la Galería Hlstórica
Agentina siendo para nosotros obligatorio el silencio,
y, por tanto; el fastidio.
No puedo vencer el deseo de dar una idea sucinta
del "menú"; lo tengo fijo, grabado en el estómago y
en el olfato. Dentro de un líquido incoloro, vago,
misterioso algo como aquellos caldos precipitados que
las brujas de la Edad Media hacen a medianoche al pie
de una horca con un racimo, para beberlos antes de
ir al sabbat, navegaban audazmente algunos largos y
pálidos fideos. Un mes llevé estadística: había
atrapado tres en treinta días, y eso que estaba en
excelentes relaciones con el grande que servía, médico
y diputado hoy, el doctor Luis Eyzaguirre, uno de los
tipos más criollos y uno de los corazones más
bondadosos que he conocido en mi vida. Luego, siempre
elemento, venía un sábalo, el clásico sábalo que muchas
veces, contra nuestro interés positivo, había
muerto con dos días de anticipación.
En seguida, carnero. Notad que no he dicho cordero;
carnero, carnero respetable, anciano, cortado en
romboides y polígonos desconocidos en el texto geométrico
huesosos, cubiertos de levísima capa triturable, y
reposando, por su peso específico, en el fondo del
consabido Iíquido, que ,para el caso se revestía de un
color parduzco. Cuando Eyzaguirre hundía la cuchara
en aquel mar, clavábamos los ojos en la superficie,
mientras hacíamos el tácito y rápido cálculo sobre a
quién tocaría el trozo saliente. De ahí amargas
decepciones y júbilos manifiestos. Hacía el papel de pieza
de resistencia un largo y escueto asado de costillas,
cubierto de una capa venosa impermeable al diente.
Habíamos corrido todo el día en el gimnasio, éramos
sanos, los firmes dientes estaban habituados a romper
la cáscara del coco y triturar el confite de Córdoba,
el sábalo hebía tenido un éxito de respeto, debido a
su edad; sin embargo, jamás vencimos la córnea
defensa paquidérmica del asado de tira!
Cerraba la marcha, con una conmovedora regularidad,
ya un plato de arroz con leche, ya una fuente
de orejones. La leche, en su estado normal, es un
elemento líquido; por qué se llamaba equello "arroz
con leche"? Era sólido, compacto, y las moléculas,
estrechándose con violencia,le daban una dureza de
coraza. Si hubiéramos dado vuelta la fuente, la
composición, fiel al receptáculo, no se habría movido,
dejando caer sólo la versátil capa de canela. En
general, el color del orejón tira a un dorado intenso,
que se comunica al líquido que lo acompaña. Además, es
un manjar silencioso. Aquí no sólo afectaba un tinte
negro y opaco, sino que, arenoso por naturaleza,
sonaba al ser triturado.
Luego al gimnasio, a correr, a hacer la digestión.
Capítulo III
He dicho ya que mis primeros días de colegio fueron
de desolación para mi alma. La tristeza no me
abandonaba y las repetidas visitas de mi madre, a la
que rogaba con el acento de la desesperación que me
sacara de allí y que sólo me contestaba con su llanto
silencioso, sin dejarse doblegar en su resolución,
aumentaban aún mis amarguras.
La reacción vino de un recurso inesperado. Una noche
que nos llamaban a la clase de estudio se me
ocurrió abrir uno de los cajones de mi cómoda para
tomar algunas galletitas con que combatir las
consecuencias del "menú" mencionado. Maquinalmente
tomé un libro que allí había y me fuí con él. Una vez
en clase, y cuando el silencio se restableció, me puse
a leerlo. Era una traducción española de Los tres
mosqueteros, de Dumas. Decir la impresión causada
en mi espíritu por aquel mundo de aventuras, amores,
estocadas, amistades sagradas, brillo y juventud;
mundo desconocido para mí; decir la emoción palpitante
con que seguía al hidalgo gascón desde su llegada
a París hasta la noche sombría del juicio, el
odio al cardenal, mi júbilo por los fracasos de éste, mi
ilusión maravillosa, es hoy superior a mis fuerzas.
Toda esa noche, con un cabo de vela, encendido a
hurtadillas, me la pasé leyendo. Al día siguiente no fui
a los recreos, no salí de mi cuarto, y cuando al caer
la tarde concluí el libro sólo me alentaba la esperanza
de la continuación. Escribí a mi madre, vinieron los
Veinte años después, El vizconde de Bragelonne, que
me costó lágrimas a raudales, un Luis XIV y su siglo,
también de Dumas, crónica hecha sobre las memorias
del tiempo -cuyo único defecto era a mis ojos no ver
figurar en ella a D'Artagnan, principal personaje de
la época, en mi concepto - y multitud de novelas
españolas, cuidadosamente recortadas en folletines, unidos
por alfileres, y algunos de cuyos títulos me acuerdo
todavía, aunque después no los haya vuelto a ver.
El espía del Gran Mundo, novela francesa, en la cual
hay una especie de Calibán, pero bueno y fiel, que
chupa en una herida el veneno de una víbora; La gran
artista y la gran señora, que después he sabido fue por
un año la "coqueluche" de las damas de Buenos Aires.
La verdad de un epitafio, donde el héroe roba de
un sepulcro a su amada, aletargada como Julieta, y le
abre la mejilla de un feroz tajo para desfigurarla a
los ojos de sus enemigos; El Clavo, un individuo
a quien le perforan el cráneo, durante el sueño, con un
clavo invisible a la autopsia, pero que algunos años
después aparece gravemente incrustado en su calavera,
sobre la que un romántico medita en un cementerio,
como Hamlet con el cráneo del "poor Yorick"; los
Monjes de las Alpujarras y Men Rodrigo de Sanabria,
dos de los mejores, tal vez los únicos romances realmente
históricos de Fernandez y Gonzalez, con una
brutalidad de acción propia de la época; el Hijo del
Diablo, cuya primera parte me enloqueció,
haciéndome soñar un mes entero con mantos encarnados,
caballos galopando bajo la noche y el trueno, viejos
alquimistas calvos y aombríos, etc.; Dos cadáveres, un
salvaje romance de Soulié, que pasa en Inglaterra,
bajo el efímero protectorado de Ricardo Cromwell, y
cuyos dos personajes principales son los cuerpos de
Carlos I y de Oliverio Cromwell, con sus féretros
respectivos, sobre los que pasan cosas inauditas, etc., etc.
Uno de los recuerdos más vigorosos que he conservado
es la impresión causada por los Misterios del Castillo
de Udolfo, de Ana Radcliffe, que cayó en mis manos
en una detestable edición española, en tres tomos, con
x en vez de j, y j en vez de i. No pegué los ojos
en una semana, y era tal la sobreexcitación de mi
espíritu, que me figuraba que esos insomnios
mortificantes eran un castigo por el robo sacrílego
que había cometido, deslizándome al templo de San
Ignacio, durante un funeral por el alma de un ciudadano,
para mi desconocido, y metiéndome bajo el chaleco,
en varios trozos, la vela de cera clásica que debía
iluminar mis trasnochadas de lectura.
Por medio de canjes y "razzias" en mis salidas de los
domingos, más o menos autorizada por los parientes
que tenían bibliotecas, todo Dumas pasó, Fernández
y Gonzalez (! un saludo al Cocinero de su Majestad,
que cruza mi memoria!), Pérez Escrich, que había ya
ofendido el sentido común y el arte con unos veinte
tomos, y una infinidad de novelas que no recuerdo ya.
Un día supe que un compañero tenía La Hermosa Gabriela,
de Marquet. Me precipité a pedírsela, reclamando
derechos de reciprocidad; pero Juan Cruz Ocampo
se había anticipado y estaba a punto de conseguirla.
Confieso que mi primer movimiento fue
disputársela, aun en el terreno de los hechos; pero
después de la simple reflexión de que mis fuerzas
físicas, no igualando mi arrogancia, me habrían
hecho quedar sin el libro y con varias contusiones, acepté
el temperamento del sorteo, que como un anticipo
sobre mi suerte constante en el "alea" de la vida
favoreció a Ocampo. Durante una semana le espié, le
eceché sin reposo, y cuando le veía hablar, jugar o
comer, en vez de leer aprisa, me indignaba,
pareciéndome que aquel hombre no tenía la menor noción
del honor rudimental. A más, el cruel solía hablarme
de las hazañas de Pontis y me decia esta frase que
me estremecía de impaciencia: "!Chicot figura!"...
Las novelas, durante toda mi permanencia en el
Colegio, fueron mi salvación contra el fastidio, pero
al mismo tiempo me hicieron un flaco servicio como
estudiante. Todo libro que no fuera romance me era
insoportable y tenía que hacer doble esfuerzo para
fijar en él mi atención. A cuál de nosotros no ha
pasado algo análogo más tarde en el estudio de la
historia? Quién no recuerda la perseverancia
necesaria para leer un tratado cualquiera, después de
las páginas luminosas de Macaulay, Prescott o Motley?...
Capítulo IV
El Colegio, que más tarde había de ser uno de los
primeros establecimientos de América, era por
entonces un caos como organizacion interna. Cuando
me incrusté bien y vi claro, comprendí que tras las
sombras ostensibles de la vida claustral había "des
acommodements", no sólo con el cielo, sino con las
autoridades temporales de la tierra. Durante un año, y
siendo ya mocitos, nos hemos escapado casi todas las
noches para hacer una vida de vagabundos por la
ciudad, en los cafés, en aquellos puntos donde
Shakespeare pone la acción de su Pericles, y sobre
todo en los bailes de los suburbios, de los que algunos
condiscípulos, ignoro por arte de quién, tenían siempre
conocimiento
Toda la variedad infinita de los medios de escapatoria
podía reducirse a tres sistemas principales: la
portería, la despensa y el portón. La portería, que
da sobre el atrio de San Ignacio, requería, o elementos
de corrupción para el portero o vias de hecho
deplorables. La despensa y cocinas tenían una pequeña
puerta a la calle Moreno, que a veces quedaba abierta
hasta la tarde. El portón, una de esas portadas
deformes de la colonia, daba a la calle Bollvar, donde
hoy se encuentra la entrada principal del Colegio.
Las hojas, en vez de llegar hasta el suelo, terminaban
en unas puntas de hierro que dejaban un espacio
libre entre ellas y el pavimento. Por allí había que
pasar, pegado el cuerpo a la tierra, en mangas de
camisa, para no estropear el único jaquet de lujo y
sintiendo muchas veces que las fieles puntas
guardianas se insinuaban ligeramente en la espalda
como una protesta contra la evasión. A pesar de todas
sus dificultades, era el medio más generalmente elegido.
Pero aquí debo recordar una de esas curiosidades de
colegio, que todos mis compañeros de entonces deben
tener presente.
Se educaba allí desde tiempo inmemorial un tipo
acabado de bohemio, lleno de buenas condiciones de
corazón, haragán como una marmota, dormilón como
el símil, con una cabeza enorme, cubierta de una
melena confusa y tupida como la baja vegetación
tropical, reñido con los libros, que no abría jamás, y
respondiendo al nombre de "Galerón", sin duda por
las dimensiones colosales del sombrero que tenía la
función obligatoria y difícil de cubrir aquella cabeza
ciclópea. Más tarde le he encontrado varias veces en
el mundo ya en buena situación, ya bajo el peso de
serias desgracias; le he conservado siempre un cariño
inalterable. Le encontré en Arica, entre el ejército
bloqueado de Montero, como corresponsal de un
diario de Lima; estaba a bordo de la Union el día
sombrío de Angamos en que murió Grau. Luego volví
a verle en Lima. Piérola, cuya fortuna política había
seguido y que estaba entonces en el poder, le ofreció
empleos bastante lucratlvos; sólo quiso aceptar un
pequeño mando militar y un puesto en la vanguardia.
Esa conducta honrosa compensa muchas faltas. Había
hecho también la campaña. del Paraguay.
He hablado de Benito Neto. !Era un misterio profundo.
cómo Benito había conseguido, allá en época
remota, y sin duda a favor de algún sacudimiento,
de alguna convulsión caótica, nada menos que una
llave del portón de la calle Bolivar! Nadie sabía donde
la guardaba y todas las empresas organizadas para
robársela dieron siempre un fiasco completo. Benito
la cuidaba, la aceitaba con frecuencia y tenía un aparato
especial para extraer del caño todas las pelusas
y. migajas parásitas que iban allí a alojarse. Era para
él el caballo del árabe o del gaucho, el fusil del
cazador, la mandolina del provenzal errante, el
instrumento y el sustentáculo de su vida. Como con el
rastreador Calíbar todos los prisioneros que tentaban
evadirse, éramos forzoso contar con Benito cuando nos
animaban iguales designios.
Benito oía en silencio y luego preguntaba tranquilamente:
"Dónde vamos?". Porque él no prestaba la llave jamás,
no la alquilaba, no la vendía. El era siempre de la partida,
fuese cual fuese el objetivo. En vano se le observaba:
"Benito, !estamos los tres invitados a un baile! -Me
presentaran. -!Vamos a una comida a casa de Fulano!
-Comeré. -!Una tía mía está muy enfermaa! -La
velaré. -Tengo una cita y.. . -Ha de haber una chinita.
sirviente". A todo tenía respuesta, y le hemos visto
asistir gravemente con su eterno jaquet canela a
entierros de lejanos parientes de algún estudiante cuya
conducta no había merecido un permiso de salida y
que acudía al arte de Benito. Era el Lord Flamborough
de Sandeau, pegado al joven homeópata como la ostra
a la peña.
Capítulo V
A más de las escapadas nocturnas había las cenas
furtivas y algunas calaveradas soberbias de los
"grandes" que nos llenaban de admiración.
El doctor Aguero estaba ya muy viejo; bueno y
cariñoso, vivía en un optimismo singular respecto a los
estudiantes, ángeles calumniados siempre, según su
opinión.
Recuerdo un carnaval en que hicimos atrocidades
en el atrio; los chicos, con las manos llenas de carmín,
azul molido y harina, asaltábamos de improviso a los
paseantes, les llenábamos los ojos y el rostro con la
mezcla, y cuando aquellos hombres enfurecidos se nos
venían encima, nos poníamos a cubierto, por medio
de una ágil retirada, detrás del sólido baluarte de los
puños de Eyzaguirre, Pastor, Julio Landívar.
Dudgeon, el tranquilo Marcelo Paz, que sólo levantaba
el brazo cuando veía pegar a un débil, etc. El pugilato
comenzaba, guardándose estrictamente las reglas de
caballería; pero el asaltante, olvidado del noble ejercicio,
no llevaba la mejor parte. Uno de ellos, un
francés que tenía una peluquería frente al Colegio
y que nos profesaba suma antipatía por nuestro escaso
consumo de sus artículos, fue preparado por mí y
ribeteado por Eyzaguirre; justemente enfurecido, se
precipitó a llevar le queja al doctor Aguero. Un chico
le previno, y presentándose llorando ante el anciano
le dijo que aquel hombre le había pegado y que
Eyzaguirre le había defendido. Decir el furor del buen
Rector! Quería mandar preso al peluquero, que ante
aquella amenaza quedó estupefacto, pero la denuncia
surtió su efecto, porque, para que no nos pegaran más
(y lo decía sinceramente) nos hizo abandonar el atrio.
Capítulo VI
Había la vieja costumbre, desde que el doctor Aguero
se puso achacoso, de que un alumno le velara cada
noche. No se acostaba; sobre un inmenso sillón Voltaire
(!no sospechaba el anciano la denominación!)
dormitaba por momentos, bajo la fatiga. Teníamoa
que hacerle la lectura durante un par de horas para
que se adormeciera con la monotonía de la voz y tal
vez con fastidio del asunto. !Cuan presente tengo
aquel cuarto, débilmente iluminado por una lámpara
suavizada por una pantalla opaca, aquel silencio sólo
interrumpido por el canto del sereno y, al alba, por
el paso furtivo de algún fugitivo que volvía al redil.
Leíamos siempre la vida de un santo en un libro de
tapas verdes, en cuya página ciento uno había
eternamente un billete de veinte pesos moneda
corriente, que todos los estudiantes del Colegio
sabíamos haber sido colocado allí expresamente por
el buen Rector, que cada mañana se aseguraba
ingenuamente de su presencia en ls página indicada
y quedaba encantado de la moralidad de sus bijitos,
como nos llamaba.
Más de una noche me he recostado en el sofá al
alcance de su mano, donde me tendía vestido; me
daba una palmadita en la cabeza y me decía con voz
impregnada de cariño: "Duerme, niño, todavía no es
hora". La hora eran las cinco de la mañana, en que
pasábamos a una pieza contigua, hacíamos fuego en
un brasero, siempre con leña de pino, y le cebábamos
mate hasta las siete. Luego nos decia: "Ve a tal
armario, abre tal cajón y toma un plato que hay allí.
Es para ti". Era la recompensa, el premio de la
velada, y lo sabíamos de memoria: un damasco y una
galletita americana, que nos hacía comer pausada y
separadamente, el damasco el último.
Jamás se nos pasó por la mente la idea de proteatar
contra aquella servidumbre; tenía esa costumbre tal
carácter afectuoso, patriarcal, que la considerábamos
como un deber de hijos para con el padre viejo y
enfermo. Sólo uno que otro desaforado aprovechaba
el sueño del anciano, durante su velada de turno,
ya para escaparse, ya para darse una indigestión de
uvas, trepado eomo un mono en las ricas parras del
patio.
El doctor Agüero fue un Erro! A referência de hiperlink não é válida. alma buena,
pura y cariñosa; sobrevivió muy pocos meses a su
separación del Colegio, y hoy reposa en paz bajo las
bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.
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